Sergio RECARTE
Un día de enero del año 1669 Miguel de Riglos y la Bastida se alejó para siempre de su Tudela natal rumbo hacia el sur con la esperanza de llegar hasta Cádiz y de ahí, si era posible, hasta el fin del mundo. Aunque en verdad no tenía la certeza de cuál sería su destino. Sólo deseaba que fuera en cualquiera de aquellos puertos desconocidos al otro lado del mar donde se decía que la vida podía ser más dulce y tentadora que en el reino de Navarra.
Bautizado en la colegiata de Santa María el 5 mayo de 1649, Miguel había sido criado en el seno de una hidalga familia tudelana. Eran sus padres: Juan de Riglos, con antepasados remotos provenientes del reino de Aragón, para ser más precisos del territorio de Huesca; su madre, Fermina de la Bastida y Mauleón, en cambio tenía sus raíces familiares en el riojano pueblo de San Vicente de la Sosierra que hasta mediados del siglo XV había pertenecido a la corona navarra.
En su condición de segundón Miguel muy pronto comprendió que frente a él las opciones no eran muchas: la Corte, el seno de la Iglesia o la emigración. Optó por lo último y por la aventura de probar fortuna en el Nuevo Mundo. Para eso dirigió sus pasos hacia la Baja Andalucía donde era frecuente el pedido de tropas con destino a los fuertes y presidios instalados en aquellos lejanos territorios. Tropas que eran reclutadas mediante el sistema de levas, previa selección de los candidatos para que entre ellos no existieran conversos, gitanos, mancos, tuertos, cojos o casados.
Como Miguel de Riglos no era nada de eso —tampoco un amante de la carrera de las armas, y mucho menos si la comenzaba de tan abajo—, pero sí un ambicioso joven de 20 años, muy pronto se vio en los muelles de Sanlúcar de Barrameda listo para embarcarse y satisfecho de haber conseguido un medio de transporte gratis hacia Las Indias.
Así fue que el destino lo condujo hasta el remoto fuerte recientemente rebautizado con el nombre de San Miguel de Buenos Aires, allá, en los confines sureños del vasto Reino de España donde gobernaba don José Martínez de Salazar empeñado en mejorar al máximo posible la única defensa con que contaba la ciudad frente a la amenaza de los piratas ingleses.
Corría el año 1669 cuando llegó el tudelano luego de cinco largos meses de navegación al Río de la Plata. Viaje que hizo a bordo del patache de guerra San Miguel de las Ánimas, escoltada por el navío San Hermenegildo, ambas naves pertenecientes a Miguel de Bergara, caballero de los hábitos de Santiago, nacido en Arizkun en el valle navarro del Baztán y a la sazón capitán de infantería de la mar. Importante caballero que tenía la no menos importante función de pertrechar las guarniciones portuarias del Nuevo Mundo y proveerlas de soldados, además de hacer suculentos negocios mediante la introducción de mercaderías con destino al Perú. Periódicos viajes a través del océano que le permitieron al baztanés trasladar durante años a muchos jóvenes navarros en la misma condición que nuestro Miguel de Riglos y también algún que otro clérigo camuflado, y los que seguramente no eran ajenos a aquel poderoso grupo de comerciantes navarros afincados en Andalucía con fuertes intereses comerciales con América.
El panorama que tenía frente a sus ojos Miguel de Riglos no bien se pudo reponer del largo viaje no era precisamente algo encantador. La aislada ciudad colonial cobijaba apenas 4.000 almas dentro de un núcleo urbano de casas bajas sobre las barrancas del río y rodeada por la inmensidad inconmensurable de una llanura sin límites. Pero tras esa apariencia de aplastante sencillez —muy diferente a lo que estaba acostumbrado Riglos en su Tudela natal a orilla del río Ebro, poblada de historias y culturas diversas—, la Buenos Aires de entonces ofrecía de manera generosa para el más avispado la oportunidad de enriquecerse mediante el comercio ilegal, siempre y cuando se contara con el visto bueno de las autoridades locales. Trapicheos y negocios mediante el camino del contrabando que redituaba enormes ganancias para todo aquel que se saltara a la torera el monopolio impuesto por la Corona.
Ignoramos a qué se dedicó el joven tudelano durante los primeros cuatro años de estadía en Buenos Aires. Lo suponemos, sin temor a equivocarnos, como soldado abocado por la fuerza de la disciplina militar, a la remodelación del fuerte de San Miguel y como al resto de sus compañeros de armas, procurando casarse con una porteña para adquirir la condición de vecino. Esa oportunidad le vino al conquistar el corazón de una dama veintidós años mayor que él. Nos referimos a Gregoria de Silveyra y Govea con quien se casó en 1673. Madura mujer cuyo segundo marido, el noble portugués Gaspar de Freyre y Rosa, antes de marcharse para siempre de este mundo la convirtió, además de viuda, en una acaudalada mujer con extensas tierras en la zona de Areco y Luján, a unas veinte leguas más o menos de Buenos Aires, a las que se sumaban algunas propiedades y solares, bienes heredados de sus padres: Antonio de Govea y Silveira e Isabela Cabral de Melo.
El destino lo condujo hasta el remoto fuerte recientemente rebautizado con el nombre de San Miguel de Buenos Aires.
Foto: CC BY - McKay Savage
De este modo, el mozo navarro de 23 años logró pasar de la noche a la mañana de simple soldado a hacendado y comerciante, y de ahí para adelante transitó con firmeza el camino de la prosperidad y la vinculación social con las familias más poderosas de la urbe colonial. Activada de manera notable su veta de hombre de negocios, Miguel de Riglos no perdió tiempo para concretar una serie de emprendimientos comerciales, entre ellos el de proveer de carne a las mesas de los habitantes de Buenos Aires al ganar por licitación pública el abasto de la ciudad. Para eso contó con la garantía que le daba la cantidad y calidad de sus ganados de las dos estancias mencionadas, a las que se sumaron, a siete años de su matrimonio, otras dos enormes extensiones de tierra en la zona de Arrecifes. A la vez, comenzó a incursionar en el negocio de la venta de cuero vacuno en enormes cantidades que era cargado con destino a España en los barcos de registros.
Un amplio espacio mercantil de actividades rurales y de negocios como importador y banquero, donde Riglos se movió a sus anchas y que se fue acrecentando cuando logró insertarse en la red comercial con el Alto Perú mediante el suministro de mulas y vacunos con destino a las minas potosinas. Fue así que durante años, y siempre teniendo como clientes y apoderados a acaudalados comerciantes vascos instalados en el Virreinato del Perú, el tudelano supo con gran empeño y maestría agigantar sus riquezas. A punto tal que para 1702 acordó con Juan de Veitía y Aguirre, vecino de Lima, suministrarle, nada menos, que 4.000 mulas de su propiedad. Fabuloso negocio que pudo repetir durante el lapso de seis años sin haber faltado a su palabra.
A la par de las preocupaciones y dedicaciones en la atención de sus vastos negocios, Miguel de Riglos se esmeró en no descuidar el aspecto social y las relaciones con las autoridades locales. Predisposición que lo llevó a poseer honores y responsabilidades importantes como la de acudir, por ejemplo, a la ciudad de Santa Fe de la Vera Cruz con el cargo de Lugarteniente del gobernador para sofocar los serios disturbios que de forma intempestiva habían estallado entre los vecinos y moradores, y lo que es más interesante: a costa de su propio bolsillo.
Pero cuando la estrella de Miguel de Riglos supo brillar en lo más alto fue cuando arribó a la ciudad de Buenos Aires el nuevo gobernador don Agustín de Robles, con quien mantuvo una estrecha relación de amistad, en la cual los negocios, entre ellos el contrabando, ocuparon un papel destacado y fundamental. Como fruto de esa sociedad los vecinos de Buenos Aires tuvieron que ver, sin salir de su asombro, al tudelano con más de cuarenta años sobre sus espaldas —que por cierto nada o muy poco sabían del arte de la guerra—, ostentando el cargo de jefe militar del fuerte, y al frente de una compañía de caballería cuyos jinetes acorazados tenían la función de servir de escoltas al gobernador.
Muy pronto la casa de don Riglos frente a la Plaza Mayor, llamada los “Altos de Riglos” por contar con dos pisos en el corazón mismo de aquel Buenos Aires colonial y cuya modesta fachada no reflejaba con exactitud el lujo existente en su interior, pasó a ser el eje de la vida mundana de la alta sociedad porteña. En ella pululaban los esclavos y los frecuentes invitados entre las 14 habitaciones, todas repletas de costosos muebles, cuadros, cortinados, alfombras, tapices y donde se destacaba, además de un majestuoso Arcángel San Miguel, una biblioteca con decenas y decenas de libros, algo en verdad bastante inusual en aquel remotísimo lugar del reino de España. Pero lo verdaderamente llamativo, y el signo claro de la riqueza del dueño de la casa, era la presencia de un soberbio carruaje encerado de tachuelas doradas y forrado en su interior de tela de damasco de color carmesí. Algo así como un lujoso Rolls Royce de los tiempos actuales, vehículo que había pertenecido al obispo de Buenos Aires, nacido en Estella Antonio de Azcona, quien luego de haber recorrido toda la América hispana desde el Yucatán mexicano en misión pastoral, había dado con sus huesos en el obispado más austral del Nuevo Mundo. Prestigioso hombre de la Iglesia y cuarto obispo de Buenos Aires que supo morir en paz a los ochenta y dos años después de haber liberado a nueve de los treces esclavos que poseía, entre ellos una mujer recibida como retribución por sus gastos personales en la reedificación de la Catedral y construcción del palacio episcopal. Obra, en la que por cierto contó con la ayuda económica de su paisano don Riglos.
Pero la solidez comercial del tudelano comenzó a derrumbarse cuando de manera un tanto inexplicable tomó la decisión de asumir como propias las deudas del Gobernador Robles, la de su hija y familiares cercanos. Hecho que evidenció la estrecha relación comercial entre los dos influyentes personajes. Cuando la máxima autoridad se vio obligada a partir hacia España al ser reemplazado por un nuevo gobernador, no sólo dejó a sus espaldas la sospecha de haberse enriquecido con su mandato, sino también la sensación de haber engañado a su mejor amigo, porque en el momento en que argumentó que no podía hacer frente a sus obligaciones, los muchos acreedores de Robles se abalanzaron sobre Miguel Riglos como buitres voraces.
Activada de manera notable su veta de hombre de negocios, Miguel de Riglos no perdió tiempo para concretar una serie de emprendimientos comerciales, entre ellos el de proveer de carne a las mesas de los habitantes de Buenos Aires al ganar por licitación pública el abasto de la ciudad.
Foto: CC BY - David Berkowitz
De ahí hacia adelante para don Riglos toda fue complicaciones, reveces y quebrantos hasta empeorar seriamente a fines de marzo de 1710 cuando apareció en la ciudad otro navarro de vieja estirpe, el Licenciado Juan José de Mutiloa y Andueza, Oidor de la Audiencia de Sevilla, nombrado por el Rey “Juez privativo”, con encargo de investigar los contrabandos e irregularidades fiscales que, según denuncias, se producían harto frecuentemente en ese punto del reinado.
Una vez en sus funciones, tanto judiciales como políticas (había asumido de manera interina el mando de la gobernación) y teniendo un panorama bastante claro de la situación imperante, procedió, en primer lugar, a embargar los bienes a Riglos por aquella inmensa deuda contraída por el venal Agustín Robles. Situación que llevó al navarro, de ahí en más, a luchar a brazos partidos para tratar de conservar parte de sus ya menguados bienes y, sobre todo, recuperar el prestigio social adquirido con tantos esfuerzos. Así lo vemos, en el último tramo de su vida, tratando de hacerse un lugar en el complejo entramado burocrático colonial, algo que por cierto nunca había sido de su agrado. Mientras tanto, y habiendo enviudado de su primera mujer, con la cual no tuvo descendencia, no dudó, a impulso de una vitalidad asombrosa, en conquistar el corazón de la jovencita María Leocadia de Torres Gaete, descendiente de un vecino fundador de Buenos Aires, don Pedro de Izarra. Pero no por ello finalizaron los infortunios para don Riglos. No bien recibió con beneplácito la llegada al mundo de su primer hijo (en este caso, una hija), a los ocho meses de haber contraído nupcias, tuvo la desgracia de reincidir en la viudez al morir María Leocadia tras el alumbramiento primerizo.
Lejos de amilanarse el anciano navarro volvió al ataque en las cuestiones del amor, y como el número de doncellas dispuestas al matrimonio debió de ser bastante significativo en esa remota ciudad logró, sin aparente obstáculo, hacerse con su tercera y última esposa. Otra jovencita casi de la misma edad que la difunta Leocadia llamada María Josefa de Alvarado y Sosa con la que tuvo cuatro vástagos, el primero venido al mundo al mes de celebrarse la ceremonia religiosa y el último gestado cuando el autor del hecho tenía nada menos que setenta años. Proeza con la que se despidió de este mundo al fallecer tres meses después, para ser más preciso, el 6 de agosto de 1719.
Luego de la partida del patriarca la estirpe de los Riglos lejos de perder impulso, se fortaleció y multiplicó extendiéndose por todo el país hasta llegar al Perú gracias a sus cinco hijos y los numerosos descendientes, teniendo como almácigo de tantos retoños la propia Buenos Aires. A punto tal que por mucho tiempo se decía que “quien no desciende de Riglos es un advenedizo en esa ciudad”.
Incontable fue a lo largo de los años la presencia del apellido Riglos en acontecimientos importantes o no tanto en la historia argentina. Pero me quedo con uno por ser de los más destacados y como fin de esta pequeña historia. Cien años y un poco más después de la muerte de nuestro personaje, un descendiente suyo, también llamado Miguel Riglos, le vino en suerte la tarea —aunque no haya sido su propósito—, de tomar revancha por tantos dolores de cabeza a causa de la fatal deuda contraída por el tudelano. Deuda cuyas consecuencias se prolongaron infaliblemente durante décadas afectando a los familiares más directos y en donde abundaron juicios y pleitos de todo género.
A lo que vamos, el mencionado Riglos tuvo el alto deber histórico, junto otros destacadísimos vecinos de Buenos Aires, de ser parte de aquella delegación que viajó en 1824 a Londres por orden del gobernador Bernardino Rivadavia para solicitar un empréstito a la compañía inglesa Baring Brothers por la friolera suma de 1 millón de libras esterlinas respaldado con una hipoteca que incluía todas las rentas, bienes y tierras del Estado de Buenos Aires. Deuda que una vez contraída puso en serios aprietos durante ochenta años a los sucesivos gobiernos de la incipiente nación argentina y cuyo monto, en un principio destinado a obras públicas y la fundación de pueblos en la campaña, se fue diluyendo hasta desaparecer de manera misteriosa sin cumplir ninguno de esos objetivos.
Aun así Miguel Riglos supo perduró con el tiempo sin que este suceso lograra empañarlo. Más bien lo contrario, porque en el mapa de la República podemos ver su nombre y apellido marcando la exacta ubicación de una pequeña localidad dentro de la inmensa región pampeana. Aunque en verdad no sea en referencia al navarro, que como humilde soldado llegó desde Tudela hasta las playas del Río de la Plata, sino, a aquel descendiente suyo que acabamos de mencionar. El que fue protagonista, entre otros muchos, de aquella operación financiera que derivó en la primera deuda externa (y eterna) contraída por un gobierno argentino.
Fuentes
Frías Susana, García Belsunce Cesar. De Navarra a Buenos Aires, Buenos Aires, Instituto Americano de Estudios Vascos, 1996
Martínez Casado Guillermina. La Cofradía de los señores soldados del presidio de Buenos Aires, 1639-1762. Derechos y Administración Pública en las Indias Hispánicas. Actas del XII Congreso Internacional de Historia del Derecho Indiano. Tolero, 1998, pag 1007-1034.
Marchena Fernández Juan. Las levas de soldados a Indias en la Baja Andalucía. Siglo XVII. Escuela de Estudios Hispanos Americanos de Sevilla, 1985
Domingo Ortiz Antonio. La sociedad española en el siglo XVII. Congreso Superior de Investigaciones Científicas. Universidad de Granada, España. Editorial Cisc, 1992.
Orduna Portús Pablos Estructuras familiares de las elites navarras durante el Antiguo Régimen. Grupo Red Cultural-Kulturgarea
Pacho O’Donel. La Gran Epopeya. Buenos Aires. Grupo Editorial Norma, 2010
Ibarguren Carlos. Miguel Riglos y la Bastida. Los antepasados a lo largo y más allá de la historia, 1983
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